Historia original: Isaias Arvizu
Hace aproximadamente un mes iba manejando por la autopista en la ciudad de Tucson, Arizona (USA). Iba rumbo a la iglesia, solamente a orar, en horarios que no eran de servicio. De pronto, tuve un pensamiento muy fuerte e insistente. Algo me decía que debía ir a orar a un hospital. Era la primera vez que me sucedía de esa manera. Inmediatamente pensé en mi pastor, Ramón Díaz, para que me acompañara. Llamé por celular a mi esposa, Martha Acuña, que trabaja en el Hospital T.M.C (Tucson Medical Center).
Le expliqué lo que había sentido y le pedí que me explicara qué necesitaba hacer en las oficinas administrativas del hospital para obtener un permiso especial para poder ministrar en oración a los enfermos. Ella me dijo que no era complicado, que sólo me tenía que registrar como ministro. A la vez necesitaba mostrar una identificación, tras lo cual nos mostrarían los lugares donde estaba permitido entrar. Me recomendó que fuéramos al Hospital Saint Mary’s porque ahí va más gente latina, ya que ni mi pastor ni yo hablamos inglés fluido como para un servicio en ese idioma.
Cuando llegué a la casa del pastor, su esposa, la hermana Lupita, me preguntó a qué hospital iríamos. Le contesté que iríamos a Saint Mary’s. Ante esto ella preguntó por quién íbamos a orar, y me repitió la pregunta. “Aún no sé”, le respondí.
Me dijo que en ese hospital estaba internada la hermana Evita Verdugo, ante lo cual sonreí diciendo que iríamos a orar por ella, creyendo entonces que en ese momento Dios me había mostrado por quién teníamos que ir a orar.
EN EL HOSPITAL SAINT MARY’
Llegamos al cuarto 3721. La hermana Evita ya estaba sentada en una cama, lista para salir, le habían dado de alta. Entonces, le dije: “permítanos hacer una oración sólo para darle gracias a Dios, que ya está bien de salud”. Hicimos la oración y, al concluir, me dijo: “en el cuarto contiguo está mi sobrino muy enfermo. Ya está en la etapa final de su cáncer de hígado –tenía cirrosis hepática– y está muy jovencito, 28 años aproximadamente”.
Mientras caminábamos por el pasillo rumbo al cuarto 3717 del joven Ernesto Fuentes, abracé a mi pastor y le dije: “ahora sí estoy seguro que este es el verdadero motivo por el que Jesucristo nos envió aquí”.
Entramos a orar. Ernesto estaba casi en estado de coma. Su cuerpo cadavérico que se consumía día a día por el cáncer que había atacado su hígado por beber tanto alcohol y usar drogas en exceso, conmovió mis sentimientos y mi primera reacción fue abrazarlo y besarlo en el rostro. Pude sentir su respirar espeso; cómo luchaba con cada respiro para aferrarse a la vida. Sólo tuvo una reacción mientras orábamos. Levantó su brazo para alcanzarnos, lo tomé de la mano y lo abracé de nuevo. Recosté mi rostro sobre su pecho; escuché cómo su corazón latía aceleradamente. Le di algunos besos en su frente y sus mejillas. Sólo sentí cómo sus lágrimas salieron y mojaron su rostro; también mis labios.
La enfermera Rebeca Beltrán interrumpió en ese momento y nos pidió disculpas, pues tenía que atenderlo. Cuando salíamos del cuarto me dijo: “oren también por los que aquí trabajamos; necesitamos mucho de sus oraciones”.
“¡Amén! Seguro que oraremos también por ustedes”, le contesté y nos fuimos.
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