Había muertos por toda la ciudad
Dijo que su apellido era Nava.
Esta vez se mostró más amable. Él y dos más se sentaron a comer y pidieron la comida corrida (la que ya está lista para servir). Yo ya sabía a que venían. Comieron y luego se pusieron de pie. Mi esposa se fue a esconder a la cocina. Mi nieto se quedó conmigo, es un muchacho valiente.
― Tata… ¿ya tiene la feria? ― preguntaron.
― Nada más tengo la mitad ahora, pero estamos muy quebrados ― dije lo más tranquilo posible.
― No hay bronca Tata. Ahí luego lo veremos ― dijeron.
Acto seguido se fue. Siempre que un grupo de narcos entraban a comer se quedaba afuera una o dos camionetas con hombres armados. Nava se subió en una de ellas. Se fueron con mucho ruido, polvo y música.
Ahorita parece que les cuento la historia con mucha calma, pero en esos días me empezó a entrar un terror. Ya tenía años que no me paraba en una iglesia. Mi esposa si iba a una. Yo quería ir a otra. Además, a mí no me quedaba tiempo; pero en esos días de terror me empecé a acordar de Dios. ¡Cuántos años perdidos! Mi padre fue pastor de una iglesia en Sonora, luego murió y nos regresamos a Tamaulipas. Yo tenía siempre “el gusanito” de reconciliarme con Dios. ¿Pero reconciliarme de qué? Si no estamos peleados…yo mismo soltaba las carcajadas… peleados no, pero alejados sí. Pasó el tiempo, salí de mi carrera, trabaje en el gobierno en agronomía. Y después de cuatro “exitosos sexenios” al fin llegó un nuevo gobernador que nos cambió a todos.
Con el dinerito que ahorre puse varios negocios, pero al final solo nos quedamos con el restaurante junto a nuestros cuatro hijos grandes y siete nietos. Ya ni ganancias nos quedaba del negocio, solo para pasar el tiempo y pagar los gastos.
Era lunes por la mañana, cuando un conocido vino a desayunar. Nos empezó a contar las nuevas que estaban sucediendo en la ciudad: un doctor apareció muerto días anteriores; ese mismo día un comerciante y su esposa; luego dos narcotraficantes de baja escala, etc. Los tres o cuatro días anteriores habían estado nublados por la muerte. Un presentimiento me llenó el pecho, como si me hubieran retorcido las entrañas; y el comandante Nava que no había regresado.
El sábado por la tarde se me llenó por primera vez el restaurante de soldados. Comieron y se fueron. Debería uno sentirse tranquilo y protegido por la presencia del ejercito, pero esa mañana del lunes, después de enterarme de esas muertes que no salieron en los periódicos, yo supe que algo no andaba ni nunca más andaría bien…