Sólo por obtener dinero, ¿de qué serías capaz?
Amigos, yo crecí en la ciudad de Mazatlán, Sinaloa. No nací ahí, porque mi madre y mi padre son latinoamericanos, pero extranjeros en México.
Mis padres aún viven, así es que no puedo revelar mi nacionalidad ni la de ellos; ya que, tanto mis padres como yo fuimos personas muy conocidas en altos círculos de la sociedad.
Nos dimos a conocer primero en Mazatlán, luego en la capital y otras ciudades circunvecinas; y ya en los últimos años de mi carrera en el ocultismo, llegamos a conocer gente de alcurnia, tanto de México como de los Estados Unidos, Colombia y otros países sudamericanos. Incluso España, Europa y hasta desde las Filipinas nos venían a ver, porque decían ellos que éramos muy buenas: brujas de mucho poder, buenas adivinas, que hacíamos buenos amarres para atraer hombres, pero más bien, creo que nos consideraban unas talentosas consejeras.
No era para menos, ya que mi madre aprendió de su madre rituales que, ustedes, los editores de este sitio web, me prohibieron describir y mencionar por nombre cada uno de ellos. Pero les doy la razón, porque este mensaje no es para darle publicidad al diablo, sino para darle gloria y honra al Altísimo que vive para siempre, Cristo. Amén, ¡aleluya!
Sin embargo, aprendí muchas cosas de mi madre, quien también me enseñó empíricamente la lectura de cartas del tarot, amarres, conjuros, maldiciones, bendiciones, afirmaciones, declaraciones.
Pero
como yo pude estudiar y me gradué de psicología, pues ustedes dirán, “¿cómo, si
eres estudiada, seguiste en ese engaño satánico de la brujería?” Pues les diré
el porqué:
Porque me daba dinero, y ganaba mejor que en
cualquier chamba que pudiera haber conseguido... Además, cuando yo era adolescente mi madre me tenía azorada, asustada
metiéndome temores: “Que del espíritu Zutano y del ángel Mangano…”, y otras
ocurrencias de mi madre. Yo le creía. En ocasiones veía en mi casa cosas que no
se pueden explicar científicamente.
No era secreto que mi madre era una
“curandera”, como le decían allá. Yo desde chica vi desfilar a miles de
personas por la puerta de ese pequeño cuartito que mi padre construyó para que
mi madre le leyera las cartas a la gente. A veces le traían enfermos con
enfermedades extrañas. Mi madre era muy buena -o eran las hierbas que les daba
o los tratamientos- casi todos ellos terminaban sanados. Respecto a esto tengo miles de anécdotas, por ejemplo, un día le
trajeron a mi madre a una niña de los Estados Unidos con una enfermedad de la
piel. La chiquita parecía un cocodrilo, la pobrecita. Mi madre le pasó huevos,
la untó con aceites y se hicieron oraciones. La madre regresó a los 2 meses muy
agradecida, la niña estaba completamente curada y no sabían los doctores cómo
sanó. Hasta le mandaron hablar a mi madre del Seguro Social (hospital). El jefe
de médicos quería saber que tratamiento se le había dado y mi madre le explicó
lo que había hecho.
Creo
sinceramente, que fue este médico quien le empezó a mandar a mi madre otros
enfermos más graves. Primero, eran gente pobrecita, desahuciados, quienes a
veces no tenían ni para ofrendarle al “santo” (una estatuilla africana
desfigurada que mi madre conservaba y que según ella ya tenía cientos de años
en la familia y que era la fuente de “nuestro poder”).
Sin embargo,
poco después empezó a llegar gente rica y con todo tipo de enfermedades y
problemas. Yo recuerdo muy bien ver a algunos -no a todos- sanados de flujos de
sangre, de cánceres, de deformaciones y hasta de problemas sexuales.